Ayer en la mañana estuve a punto de agarrarme a putazos con uno de los muchachos sermoneadores que ofrecen el panfleto El Salto en el metro. Ya los conocen, son esos morros que se suben a regañar a gente que no conocen porque seguramente no piensan como ellos que han sido iluminados por la verdad y la belleza.
Ellos llegan con una bocinita, una impecable autoridad moral de izquierda y avientan una diatriba contra el mal gobierno, las malvadas empresas y la gente que va en el vagón porque asumen que se la pasan pegados a la televisión y que no leen nada.
Pero por la módica cantidad de 10 pesos 10 se pueden llevar su publicación tendenciosa que es la panacea para derrocar al malvado Peña Nieto (¡Císcalo, císcalo, diablo panzón).
El caso es que me los topo siempre que uso el metro y me limito a ignorarlos como a cualquier otro palabrero regañón o vagonero molestoso (a los bocineros sí me les quedo viendo feo y hago como que les tomo foto, a veces funciona para que se alejen rapidito, aunque temo que un día me la harán de pedo).
Pero este chamaco no permitió que lo ignorara. Pasó detrás de mí en el pasillo entre los asientos de línea 2 refunfuñando porque nadie en el vagón le pedía la iluminación de su panfleto.
¡Vaya! Soy un hombre, digamos, evidente. Mi tamaño y mi apariencia hacen que me sea difícil pasar desapercibido. Por eso sé que la mayoría de los vagoneros suelen pedir permiso para pasar con su mercancía cuando estoy en su paso. Es lo mínimo de cortesía que pueden tener.
A este mocoso le valió madre, pasó y ya. Llegamos a la estación, entró un viejillo con bolsas y ocupó un asiento que estaba a mis espaldas. Mientras el señor se acomodaba el chamaco venía de regreso y comenzó a hacer ruidos impacientes por la lentitud del anciano y las bolsas que estorbaban al paso.
Así que decidió abrirse camino por sus propios medios y me dio un empujón con el hombro y con el codo me ladeó el sombrero…
Uno puede aguantar muchas cosas, pero no que le ladeen el sombrero. (En realidad con el empujón bastaba para hacer lo que hice). Lo empujé hacia el área de las puertas y le dije, con mi voz de papá culero, «Se dice compermiso».
El chaval peló los ojos, intentó decir algo, pero no lo consiguió. Sólo caminó hasta las otras puertas sin dejar de mirarme con miedo y rencor. Quería decir algo, pero no se atrevió. Yo me quedé esperando que lo hiciera, era su turno… pero no lo hizo.
Llegamos a Viaducto y se bajó en chinga… Se quedó en el andén esperando al metro que iba para el otro lado sin dejar de verme. Yo pensé en bajarme, pero no era mi estación y la neta es que iba un poco tarde.
No he sido del todo honesto. Mientras esperaba que él dijera algo yo estaba pensando qué decirle y la neta es que no supe qué decirle. Eran tantas pinches cosas que llegaron sin orden a mi cabeza mientras él me miraba temeroso. Cuando se cerraron las puertas en Viaducto me dio l’esprit de l’escalier, esa sensación de «¡Ay, le hubiera dicho…»
Le hubiera dicho que regañar a la gente no suma adeptos a su causa. Que su publicación también es tendenciosa y manipuladora como Televisa, pero pa’l otro lado. Que él y sus amigos no son Flores Magón ni están cambiando nada. Que la Revolución se hace a putazos y no con panfletos. Que él alimenta a una mafia terrible que genera caos en el metro con el apoyo de las autoridades corruptas que dice detestar.
Así que si una vez escuchan que a uno de estos niños héroes de la nueva patria se la hizo de pedo un cerdo capitalista que seguramente no lee nada,
y que el heroico vocero de la verdad tuvo que soportar las embestidas fálicas de una mirada heteropatriarcal con la pureza de su corazón y la bondad de sus ojos,