lunes, 25 de mayo de 2009

Crisis

Antenoche desperté del insomnio recurrente.

El gusano tenía hambre.
Me quitó los piojos
y se preparó una ensalada con su jugo,
como plato fuerte se sirvió
unos sueños guajiros a la vinagreta,
y como entrada
se preparó un caldo de ángel.
Entonces se sentó a comer.

Ese día, el cabrón me abandonó;
se plantó frente a mí
(desplumado como estaba,
con las alas mutiladas,
desalado,
deshojado,
desangelado)
y me dijo con su tono serio y triste.
—¡Este es el colmo!
No me supiste cuidar.
Ahora te dejo y te quedas solo.—


Salió por la ventana
cojeando del ala izquierda.

Me senté junto al gusano
y me tragué mis reproches.
"Siempre pensé que tú me debías cuidar a mí.
Tú te apellidas 'Delaguarda', Yo no."

Escribí en un papel que metí a mi boca.

Mientras masticaba mis pensamientos
le dije al gusano:
—Nomás le encargué la puerta,
sólo eso.
Tan bien la cuidó que hasta tú te metiste.—
El gusano siguió comiendo.
—¿Sabes?— le dije—
Creo que en verdad es ciego,
después de todo no estoy solo como dijo,
ahora tú estás conmigo...
¿Te puedo llamar Cris?
Crisis me deprime.

El gusano abrió la boca,
creí que iba a reir,
pero sólo bostezo;
luego me pidió un postre.

Ya no había nada en la alacena,
(sólo una araña burlona y la vergüenza,)
así que no lamenté lamerme
la mermelada de la mente
y con ella escribí un poema dulce
que serví en un platito,
fue entonces cuando habló:
—Güey, esto ni yo me lo trago.— dijo
y eructó después.

El humo de su esófago
apretó las venitas de mis ojos
hasta dejarlos como frente de histérico.
Ese día empezó el insomnio.

Antenoche desperté del insomnio recurrente
que bailaba con mis párpados hinchados.

Lo primero que noté
fue que el gusano era más grande.
Ya se había devorado los cubiertos,
la vajilla
y los muebles del comedor.
Ya era seis veces más grande y asqueroso.

Mi preocupación había engordado con él
y yo me sentía muy flaco,
con esa anemia de saberte un fraude,
de saberte tan enjuto,
tan seco,
que sabes que no alcanzas
a llenar las expectativas de alguien...

Justo al centro del vacío de mi cuartito,
bajo la alfombra viscosa
que eran las huellas del gusano,
encontré mis versos dulces
ya sin plato,
despreciados por el hambre del ojete.

Eran tan empalagosos
que yo tampoco me los pude tragar,
pero comencé a alucinar barato
y por los oídos:

"Buenas noches, estimados radioescuchas,
estamos en su programa favorito:
Ausencia de Mujer.
Les habla su anfitriona y amiga:
Lluvia Amor.
Esta noche,
tenemos un poema bellísimo
que nuestro amigo Mauricio
escribió para... para...
Cris... Cris... Cristina
y dice así:
Quiero un beso de cereza
como dulce recompensa
para el hombre que te piensa
y te trata cual princesa."


Hice una mueca de desprecio y dije:
—Vomitaré si vuelvo a ver
un verso verde, vacío y visceral.

El poema empezó a llorar
y para consolarlo dibujé en su dorso
un esbozo de Karl Marx.
El pequeño, ya ilustrado,
comprendió las bases de la economía,
el capital,
las leyes de la mercadotecnia
y la producción en serie
de nada serio.

Sólo así asumió su bastardía
y aceptó que en principio
fue creado para comer.
Lo sumergí en un frasco
con lágrimas no derramadas
que caducaron con la musa
y le di por nombre: Laruz.

Laruz me dijo que se sentía solo,
le quité una costilla
y con ella escribí catorce poemas al minuto
con instrucciones:
"Sólo agregue una dedicatoria
y sírvase bien caliente.
(Patente en trámite.
Evite el exceso.)"


Esa noche concebí por las costillas
seis discursos con doble sentido
y sin dirección,
los escribí con las patas
y lo mandé a Tlatelolco.
Escribí también el guión
para dos programa de comedia,
dos telenovelas,
siete comerciales para trasnochados,
un monólogo de gorra,
cuatro tomos de una guía para padres
y una novela de superación personal
con cinco pasos infalibles
(e inflables)
para alcanzar la plenitud,
la beatitud,
la felicidad,
el amor
y la sabiduría divina,
escrita bajo el formato de Corín Tellado
y otras Vanalidades.
Sería la primera de la colección Pensamientos,
también tenía una moraleja
amoratada y añeja.

Inspirado por mi nuevo material
quise poner un escritorio público,
pero el jardín estaba ocupado
por un poeta de castillo
y un triste,
que no pendejo.

Antenoche desperté del insomnio recurrente
y apenas ayer regresé del monte.

Antes de salir de mi casa
encontré una moneda macilenta y cobriza.
La metí en un vaso de coca
y sus ácidos me la devolvieron dorada.
No tenía denominación, ni escudos,
sólo un lema en el canto:
"YoSoYAteoPoetAYoSoY".

Metí la moneda al morral de mis tiliches,
junto a Laruz, mis otros bastardos
y un cartel que decía:
"Se hacen trabajos de escrituría.
Se componen sonetos descompuestos.
Se venden versos baratos y comestibles
(o combustible para el boiler)."


Llegué al Zócalo,
me senté a un costado de Catedral
con mi cartel a los pies.
A mi derecha estaba el hijo de un carpintero,
a mi izquierda, un ruquito teporocho
con una guitarra roñosa y un letrero:
"Se visten Niños-Dios".

Él puso las caguamas,
yo los tabacos.
Él puso la roña,
yo la risa.
Y nos olvidarán todos...

Un hijo de Suchi,
se llevó la novela,
dejó una demanda a cambio.
Luego la vendió
con un diamante en la portada.
¡Todo un Beast Seller!

A punto de sopor
me gritó la tripa;
recordé las tortillas fritas,
manjar de mi infancia,
recurso de mi pobreza ignorada.

El aroma del aceite con limón,
de disco de maíz con sal,
vino con la voz de las manos
sin anillos de mi madre:
—Mis piedras se volvieron salvajes— decia.
Recogí mis cosas
y me fui pa'l monte.

A las faldas del Monte Impío
hice cola de necesidad
con olor a mercado.

Una joven remata su anillo.
Un caballero ofrece apellido y esponsales.
Dos hijos bastardos venden camilla,
el viejo en ella va de regalo.

Detrás del mostrador
un monje con anteojos y leontina
les va poniendo precio,
lo justito y nada más
(tal vez menos).
En la caja de la derecha
te cortan la paga.
Asistencia privada de igualdad.

En la ventanilla ofrecí
mis iletradas montaraces.
—Harta arte.—
Bailó el valuador.
Del morral brincó mi moneda.
—Sol: yo gano;
águila: tu pierdes.—
Gimió el monje.
La moneda cae de canto.
—¿Cuánto por la dignidad?.—
Sonrió chimuelo.
—No, no vendo mis zapatos.—
Dije moneda en mano.

Por mis textos me dieron
tres patadas,
un empujón hasta la puerta
y una boleta de empeño.

Antenoche desperté del insomnio recurrente
y dentro de quince días me toca refrendar.

Un gargajo en los anteojos,
con eso pagaré.
Buen trato
maltratado.



FIN.
.















Epílogo:
Cuando volví del monte
ya no estaba el gusano,
dejó una nota en un trozo
de papel estraza:
"Niño de los piojos:
Salí a buscar al ángel,
se me antojó otro caldo.
—Cris."


Es tiempo de cambiar la cerradura.

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